La enseñanza gratuita jamás ha producido los efectos que se esperaban de ella; y no por haberse adoptado en una nación ha sido bastante acelerar sus progresos.
Prueba de ello, y bien lastimosa por cierta, es nuestra España. En ninguna parte acaso se han franqueado con más largueza los tesores del saber a sus habitantes; en ninguna ha sido la instrucción pública tan barata. Sin embargo, nuestra ignorancia en las ciencias es harto conocida, y harto atrasada nuestra civilización con respecto a la de otros países que nunca fueron en este punta tan generosos.
Conviene, pues, restringir el principio de la enseñanza gratuita. El bien de la sociedad, el progreso de las mismas ciencias lo reclaman. Pero ¿qué regla habrá de seguirse en esto? Hela aquí. La obligación del gobierno crece:
1º a medida que la instrucción ha de abarcar mayor número de individuos; y
2º conforme en éstos escasean los medios de adquirirla.
Por el contrario, la misma obligación disminuye al paso que, siendo menos los que se dedican a determinadas ciencias, conviene dejar su estudio únicamente a los que tienen medios para costearlo. Esta obligación del gobierno es como una pirámide, que, empezando en una ancha base, formada por los menesterosos, disminuye a proporción que va aumentando su altura y creciendo la riqueza de los particulares.
Sentados estos principios, el gobierno obrará con tino y prevención dando a la enseñanza primaria el desarrollo más amplio que sea dable, cuidando de que alcance a todos sin distinción de clase ni fortuna.
No es deber suyo, sin embargo, concederla gratuitamente a los que posean bastantes facultades para sostener los gastos que acarrea; éstos no tienen más derecho que el de que se les presenten los medios de instrucción; es decir, que se cuide de establecer escuelas donde puedan ir a recibirla; pero hecho una vez esto, la enseñanza gratuita no debe ser más que para aquellos que se hallen en la imposibilidad de costearla por sí propios.
La enseñanza primaria es la única que conviene generalizar, procurando, si es posible, que no haya un solo individuo en toda la sociedad que no participe de ella; porque no hay ni una situación, ni una circunstancia en la vida que no la necesite.
Pasando más allá, todos los demás conocimientos se van haciendo cada vez menos necesarios a la generalidad de los ciudadanos, y circunscribiéndose a ciertas y determinadas clases; y aquí es donde conviene limitar el principio de la enseñanza gratuita. La acción del gobierno se debe sólo extender a cuidar de que haya el suficiente número de establecimientos, a formarlos sobre buenas bases y conforme a los mejores métodos; pero en cuanto a costearlos, ésta es obligación del que recibe el beneficio; pues ya la enseñanza que se da en ellos es de aquellas que sólo competen a las clases que gozan de ciertas comodidades, y que por consiguiente no carecen de medios para pagarlas.
Fuera de esto, conviene dificultar la entrada en ciertas carreras que se han extendido demasiado entre nosotros con prejuicio de otras más usuales y necesarias. Tendremos menos teólogos, menos jurisconsultos, menos médicos; pero habrá más labradores, más artesanos, que con provecho suyo y de la patria, trabajen en dar impulso a cuanto constituye la civilización material de las naciones.
Sé muy bien la objeción que puede hacerse a lo que llevo dicho. Se alegará que esto será circunscribir el saber a ciertas y determinadas clases; y creando un privilegio, hacer que la más humilde y menesterosa no salga nunca de su estado de abatimiento, ni pueda abrirse paso a más prósperos destinos. ¡No quiera Dios que adoptemos nunca tan fatal sistema! No es mi ánimo establecer una valla insuperable entre los hombres, ni cerrar a nadie las puertas del templo de la fortuna y los honres, cuando haya para alcanzarlos talento y merecimientos. El interés de la sociedad reclama el libre uso de las facultades de todos sus individuos; pero también exige que nadie salga de su esfera sin presentar las garantías necesarias para estar bien colocado en la nueva esfera donde pretende ingerirse. Es preciso distinguir en los hombres la instrucción de la educación: ésta se empieza a adquirir desde que abrimos los ojos a la luz del mundo, y cada paso en nuestros primeros años nos prepara en bien o en mal para nuestros futuros destinos. La aptitud para ciertas profesiones no consiste solo en los estudios que requieren; aún siendo buenos, falta que la parte moral esté bien preparada; y ¿podrá serlo por ventura cuando se ha pasado en la mendiguez la época más florida de la vida, aquella en que las impresiones son más vivas y quedan grabadas en el hombre con un sello indeble? Pues esto es lo que sucede a los que abandonando la esteba o un honrado oficio, acuden sin medios de subsistencia a aprovecharse en las aulas del beneficio, funesto entonces, de la enseñanza gratuita.
Lo que procura al Estado ciudadanos útiles y honrados, capaces de labrar su prosperidad y gloria, no es el dar a los pobre una educación manca y ella misma pobre; es el destruir del todo ciertas preocupaciones y hacer que para muchas carreras no sea el nacimiento un obstáculo por lo menos una causa de desprecio y alejamiento. Cuando sólo el mérito sea atendido, se procurará tenerlo.
Debe el gobierno, sin embargo, tender una mano protectora a muchos que nacidos en condición humilde y pobre, muestran disposiciones muy felices en sus primeros estudios; o bien a los hijos de los que hubieran hecho servicios señalados a la patria o sacrificándose por ella. No me he olvidado de esta obligación; y sin desviarme de mi propósito de no abrir ancha puerta a la masa indigente par un camino que no le es dado seguir, propongo acudir a ella por los medios que me han parecido oportunos.
Fundados en los principios que llevo establecidos, los extranjeros han sido menos francos que nosotros en proporcionar la enseñanza gratuita. Inglaterra la conoce apenas, y allí la instrucción, especialmente la superior, cuesta no pocos gastos al que desea adquirirla. Francia, al propio tiempo que cuida de fundar numerosos establecimientos para toda clase de estudios, reconoce por principio que hay algunos que no tiene el Estado obligación de suministrar gratuitamente: solo concede este beneficio en la instrucción primaria a los que no pueden pagarla; y en las enseñanzas superiores, si bien costea ciertos establecimientos públicos, porque sin su auxilio no podrían sostenerse con la brillantez debida, todavía exigen en los alumnos alumnos dispendios que no son compatibles con todas las fortunas.
España no se encuentra en situación de que se puedan adoptar tales principios en toda su latitud sin graves inconvenientes. La escasa fortuna de la gran mayoría de sus habitantes, el hábito contraído de no aprender muchas cosas si no las manda enseñar gratuitamente el gobierno, imponen al Estado la necesidad de hacer por la instrucción mayores sacrificios de los que comparativamente hacen otras naciones. No seré, pues, yo, Señora, quien proponga el negar la instrucción a las clases poco acomodadas que no pueden pagarla; antes bien, mi intento es dotar las provincias y los pueblos con establecimientos públicos que estén abiertos al pobre como al rico; y lejos de escasearlos, el plan tiende a multiplicar cuanto posible sea los que son de utilidad más general y conocida. Pero creo necesario que la enseñanza, empezando desde la secundaria, cueste ya forzosamente a los que quieran tenerla, estableciéndose al efecto el pago de matrículas, y fijando para ellas cuotas que, sin exceder los límites a que pueden alcanzar facultades muy medianas, pongan, sin embargo, coto al inconsiderado afán de acudir a las cátedras con grave perjuicio de muchas profesiones industriales, y no gran provecho de otras, si más nobles, acaso menos necesarias.
Lo que poco cuesta se aprecia también en poco; y con efecto común es en España que al empezarse los cursos se matriculen infinitos discípulos, y que al concluirse aquéllos estén las cátedras casi desiertas. Cuando algo haya costado la matrícula, no sucederá lo mismo; pues los padres tendrán ya cuidado de que sus hijos asistan a todas las lecciones, lo hagan con aprovechamiento por no perder la cantidad, aunque corta, que hayan desembolsado; y este pequeño sacrificio será un estímulo para la mayor constancia y aplicación de los estudios.
El pago de matriculas no es una novedad en España; todas las universidades las exigen, pero tan cortas que no bastan para interesar a los discípulos: aumentándolas en la proporción conveniente, se conseguirá, no solo las ventajas que llevo referidas, sino también obner recursos para extender y mejorar la enseñanza.
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