martes, 30 de agosto de 2016

El Madrid de la Ilustración

Las residencias reales

Cuando Carlos III y María Amalia de Sajonia llegaron a Madrid, el Palacio Nuevo estaba aún sin terminar, así que los monarcas se instalaron como habían hecho sus antecesores, en el Buen Retiro. Se trata de un magnífico conjunto de pabellones y palacetes de recreo que el Conde-Duque de Olivares había trazado para Felipe IV, y donde el esplendor interior no se correspondía con la modesta arquitectura exterior de los edificios, muy estropeada además por el abandono de que había sido objeto desde que los reyes españoles dejaran de utilizarlo con frecuencia. El Buen Retiro había servido sobre todo como escenario de las fiestas privadas en tiempos de los Austrias, y en menor medida durante el siglo XVIII. Unos amplios jardínes con fuentes, estanques, pabellones y ermitas lo hicieron representativo del espíritu de la época, y marcaron un sentido de residencia provisional algo más descuidada a lo largo del siglo XVIII. Por fin Carlos III, por razones fundamentalmente políticas, abrió sus jardines a los madrileños y convirtió aquella delicada estructura francesa de parterres y aguas en un parque público. 

Resultado de imagen de comida carlos iii

La comida era todo un ceremonial de protocolo en la corte de Carlos III. 

Felipe V, príncipe francés que había participado y vivido en el esplendor de Versalles, al ser coronado rey de España, había traído consigo un importantísimo bagaje de costumbres y protocolo que determinarían la vida oficial de sus sucesores en el trono entre otros la de Carlos III. 

Una corte en movimiento

Así  Carlos III, como antes habían hecho Felipe V y Fernando VI y después y en menor medida Carlos IV, no pasaba más de dos meses al año en Madrid, que por esta razón no llegó a beneficiarse realmente de la opulencia y cosmopolitismo que le hubiera proporcionado la proximidad y permanencia de una corte estable.

El rey y su séquito, aproximadamente formado por seis mil individuos, repartían todo el año en jornadas habitando sucesivamente distintos Reales Sitios de acuerdo a un régimen prácticamente invariable: así en enero la Corte residía en El Pardo hasta que llegaba la primavera, época en que se dirigía a Aranjuez; después a finales de junio, el rey aparecía en Madrid para la procesión del Corpues, permaneciendo en la capital hasta mediados de julio, en cuya fecha que se desplazaba a La Granja para pasar el resto del verano. Aproximadamente en octubre la residencia se trasladaba a El Escorial, donde los monarcas se quedaban todo el otoño, y en diciembre el séquito real volvía a Madrid a pasar la Navidad, regresando a El Pardo a continuación. 

La reforma de los caminos

Con esta forma de vida constantemente móvil, es fácil imaginar las larguísimas comitivas reales que periódicamente salían y entraban de Madrid por unos accesos que no eran sino caminos polvorientos y desolados.

Antonio Ponz afirma en su Viaje de España que "las inmediaciones de Madrid se mantenían en su antigua aridez; sus entradas igualmente incómodas de lo que habían sido en los siglos pasados: los caminos a los Reales Sitios en estado más deplorable". Pero ahora, para la mentalidad ilustrada, la capital del reino no podía tener unas entradas tan descuidadas e indignas de su condición, como si de cualquier ciudad de provincia se tratase. En este sentido, el gobierno de Carlos III llevó a cabo una reforma espectacular a gran escala destinada a remodelar dichos caminos, convirtiéndolos en agradables paseos arbolados, muy concurridos en adelante por los madrileños y exhibiendo desde entonces una imagen limpia y más tranquila, del agrado de la mayoría de los viajeros, políticos y embajadores extranjeros, cubriendo al mismo tiempo una necesidad práctica para los desplazamientos reales, que, a partir de entonces, serían ya más cómodos. 

Los primeros caminos en ordenarse fueron los que llevaban a El Pardo y Aranjuez. En general no pasaban de seis o siete leguas (exceptuando el que conducía al palacio de La Granja) y en todos ellos la urbanización consistió en el terraplenado de la vía, flanqueándola de una hilera de árboles de sombra y salpicándola de fuentes, huertas y plantíos, así como encauzando los arroyos que antes corrían libremente y que, en tiempo de lluvias, convertían el sendero en un verdadero barrizal, levantándose además pequeños puentes a cada tramo. Además en algunos casos, como en el camino del Pardo, la novedad se ofrecía al paseante en la iluminación nocturna, los quioscos de refrescos o los puestos de alquiler de sillas y casas de postas para carruajes, sobre todo en los trayectos más largos, porque hay que tener en cuenta que ahora se podía hacer en pocas horas un recorrido para el que antes, por la dificultad del terreno, apenas con un día era suficiente. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario